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Los invito a conocer un poco más de mi primo, a través de lo que él escribe; esta historia fue el tema del programa de radio del 30 de mayo.
Dr. Carlos López García
Si mi piano pudiera hablar…
El ferrocarril era de vapor, y su pintoresco recorrido cubría paisajes que no pudo ver nuestro protagonista por venir embalado en una caja de pino con tela y borraja. El trayecto duró dos días, uno para llegar a la estación de Apizaco y otro para transbordar al ferrocarril Interoceánico con destino a la Ciudad de Puebla donde ya esperaba a nuestro piano una carreta plana tirada por mulitas.
El destino era la calle de la Independencia número 6 donde se encontraba la famosa casa Wagner y Levien, cuyos propietarios se esmeraban en ofrecer lo mejor en instrumentos musicales a la culta ciudad de Puebla. Ahí desempacaron a los viajeros, limpiaron con esmero cada detalle del brillante acabado en barniz negro, a los candelabros no había necesidad de pulirlos, puesto que el bronce era nuevo, ¡sólo tenía dos años! y antes de emprender el viaje habían sido limpiados a conciencia.
Así, poco a poco, en medio de la borraja y la tela, empezó a surgir la serena belleza del piano cuyo nombre en letras de bronce incrustado decía “Rosenkranz”. Y el mismo piano, al dejar ver sus blancos dientes de marfil permitió que el maestro afinador comprobara porqué eran tan famosos esos instrumentos de allende el mar. Al tocar las teclas sus cuerdas vibraron e inmediatamente todos callaron.
De ahí sólo bastaba esperar la visita de un padre emocionado porque su hija estaba próxima cumplir quince años y él quería oírle tocar el Vals Emperador ¡en un piano alemán!, o de aquel esposo que en su aniversario de bodas quería ver la cara de felicidad de su amada al descubrir en su sala a un hermoso piano nuevo.
Los precios podían variar, desde los más sencillos modelos norteamericanos con un costo equivalente a un potrillo hasta los deslumbrantes pianos de cola alemanes, algunos más caros que una casa de regular tamaño, todo dependía del gusto y de la capacidad económica del comprador. Y ¿nuestro piano? , el pertenecía era a la mejor escuela europea, era costoso sí, pero el sonido prístino de sus cuerdas y la sonoridad de su caja hacían que hasta el más duro crítico quedara enamorado de él.
La tienda le guardó varios meses hasta que en 1920 una familia, cuyo hijo estudiaba entonces con la prestigiada Maestra Valderrama decidió comprarlo e instalarlo en la sala de su casa en pleno corazón de la ciudad en la calle de Mercaderes. Ahí, fue testigo de Navidades, de cantos y de posadas, compartió con la familia los momentos más emotivos y también tristes, disfrutó veladas donde él fue el actor principal y donde también algún despistado dejó la huella de su copa encima…
Así, siguió cantando hasta que poco a poco los integrantes de la familia fueron tomando diferentes rumbos, dejando cada vez más silenciosa a la hermosa sala. El tiempo pasó, y cuarenta y nueve años después de su llegada a Puebla, ya en mil novecientos sesenta y nueve los hijos de su primer dueño, ese muchachito amante de la música, decidieron vender a nuestro amigo a un joven abogado llamado Daniel Camarillo, quien recién casado quiso agasajar a su esposa regalándole el muy bien conservado y ya no tan joven piano alemán, que sintiéndose otra vez querido, volvió a cantar con gusto.
Por cosas del destino sólo pudo pertenecer a la familia Camarillo-Herrera por dos años al tener ellos que trasladarse por trabajo a la ciudad de Mazatlán y verse obligados a venderlo a Don Juan Escutia, tío de la Sra. Herrera , que a su vez lo regaló a su pequeña hija Bertha quien inició con él sus clases de piano y que al casarse le destinó al Salón de Baile de su residencia, lugar donde por primera vez lo vi hace 27 años y donde me enamoré de él.
Dos meses más tarde el piano me fue entregado, ahora no protegido con madera, tela y borraja, sino con plástico especial y cartón y que, al ser retirado poco a poco, permitió volver a ver, como si fuera un renacimiento las maderas finas en barniz negro brillante, el dorado color del bronce y el blanco inmaculado de sus teclas como queriendo decir:
¡Aquí estoy otra vez!